sábado, marzo 21, 2015

Biografía del hambre - Amélie Nothomb (frases)




Cada uno tiene el caviar que puede.


Sempiterna ingratitud del espíritu humano, que prefiere glorificar los pájaros hortelanos y el bogavante antes que el pan al que debe la vida.


Basta salir a la calle para ver a gente muriéndose de hambre. Y, para ganarnos el pan, tenemos que trabajar. En nosotros, el apetito es algo vivo.






Su vida era un paseo a perpetuidad. Faltaba en ella el sentido de una búsqueda.


El ser humano tiene en común con las otras especies que busca lo que se le parece: allí donde detecta la obra del hambre, identifica su lengua materna, está en tierra conocida.


No se trata de tener el monopolio del hambre; es la cualidad humana mejor compartida. No obstante, tengo la pretensión de ser una campeona en este dominio. Hasta donde alcanzan mis recuerdos, siempre me he muerto de hambre.


Los grandes enamorados fueron educados en la escuela del hambre.


El superhambriento no sólo tiene más apetito, tiene sobre todo apetitos más difíciles.


«Demasiado dulce»: la expresión me parece tan absurda como «demasiado bonito» o «demasiado enamorado». No existen cosas demasiado hermosas: sólo existen percepciones cuyo apetito de belleza es mediocre.


El fondo de las historias que me contaba a mí misma no importaba tanto como la forma, que nunca fue escrita: no obstante, sería impropio calificarlas de orales, ya que, dentro de mi cabeza, aquel murmullo nunca llegó a manifestarse a través de la voz. Tampoco eran historias pensadas, ya que en ellas el sonido tenía una importancia capital —el sonido a cero decibelios, que sólo es suma de vibraciones de cuerdas mudas y ritmos puramente craneales, a los que sólo se puede comparar el ruido de las estaciones de metro desiertas cuando no pasa ningún tren. Es con esa especie de sordo mugido como mejor estimula el espíritu.


En el panteón de la carroña, gozan de una eternidad que nadie les discute.


El diccionario era el atlas de las palabras. Definía su extensión, sus jurisdicciones, sus límites. Algunos de aquellos imperios eran de una desorientadora singularidad: estaban acimut, berilo, odalisca, los polvos de la madre Celestina.


Había conocido el amor, esa flecha tan bien lanzada en el vacío.


Ley de género: siempre que hay un jardín, un hombre, una mujer, un deseo y una serpiente, hay que esperar un desastre.


Si las palabras tienen una memoria similar, no hay duda de que la palabra «no» es la que más cadáveres tiene en su activo.





No es que la belleza literaria no exista: sólo que es una experiencia tan incomunicable como los encantos de la Dulcinea para quien no es sensible a los mismos. Hay que apasionarse uno mismo o resignarse a no entender nunca nada.


Curiosamente, desde que tenía uso de razón, siempre había sido consciente de que crecer es decrecer y que esta pérdida perpetua incluiría grados atroces.


Uno tenía derecho a no recordar los detalles técnicos del universo, Marignan 1515, el cuadrado de la hipotenusa, el himno nacional americano y la clasificación de los elementos químicos. Pero no recordar lo que te había conmovido, por leve que fuera, era un crimen que demasiadas personas cometían a mi alrededor. Aquello me producía una indignación mental y física.


Escribir ya no tenía nada que ver con la extracción arriesgada de los inicios; fue en adelante lo que es hoy —el gran empuje, el miedo regocijante, el deseo que vuelve sin cesar a sus raíces, la necesidad voluptuosa.


En 1989 empecé a dedicarme por completo a escribir. Volver a estar en suelo japonés me dio la energía necesaria. Fue entonces cuando adopté lo que se ha convertido en mi ritmo: dedicar un mínimo de cuatro horas al día a la escritura.


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